En literatura lo que cuenta no son los galardones y los premios. Son los lectores. Y para no perderlos con la llegada de la muerte, en el entendido de que uno haya logrado el raro milagro de tenerlos en vida, es necesario haber creado libros que sean capaces de vencer al curso del tiempo, que es el cáncer que a todos nos devora. Mario Vargas Llosa (1936-2025) consiguió ambas cosas: escribir novelas y ensayos literarios excepcionales y, de forma paralela, convertirse, sin perder la excelencia, en un autor popular, al que no hacía ninguna falta haber leído para poder identificar.
Juan Carlos Onetti, el novelista uruguayo, le dijo una vez que su relación con la literatura era la misma que existe en el seno de un matrimonio de orden, mientras que la suya –apasionada, inconstante y fugitiva– se asemejaba a los términos de un adulterio. No cabe una definición más exacta: Vargas Llosa, que es el autor en español más importante del último siglo, por delante de Gabriel García Márquez, que conquistó el Premio Nobel antes que él y que, acaso por una especie de azar de compensación, perdió la memoria también antes, adelantándosele en el viacrucis de la muerte, confesó muchas veces que le costaba mucho esfuerzo escribir y que, por tanto, su obra le exigía una disciplina creativa de orden británico, con horario, sistema y metodología.
El talento no era –no lo ha sido nunca– un regalo concedido graciosamente por los dioses. Y las musas, que por supuesto existieron, siempre eran carnales, no espirituales. El triunfo hay que trabajarlo. El Parnaso exige practicar el alpinismo todos los días del año. De ahí que aunque en vida fuera el epítome de un escritor de éxito fulgurante, cuya agenda pública hasta que entró en la fase crepuscular, podía ser equiparable a la de un jefe de Estado, al que todos querían dar premios y homenajes, y cuyo colofón fue la inmortalidad (efímera) de la Académie française, su posteridad está sostenida esencialmente por los libros en los que volcó todo su talento.
La literatura de Vargas Llosa es equiparable a una cordillera. En ella se suceden las cumbres, los escarpes medianos, montañas más discretas, valles y llanos, aunque el escritor peruano, sobre todo en comparación con sus iguales del boom hispanoamericano, fuera el autor en español que más cerca estuvo de desmentir a Charles Baudelaire acerca de aquello de que nadie es sublime sin interrupción. La mejor manera de comprender la geografía de sus libros pasa por entender la ligazón existente entre los dos géneros que practicó con más intensidad y fortuna: el ensayo literario y la narrativa de ficción.
Otros formatos laterales, como el articulismo, la oratoria, la crónica o el teatro, por el que sentía fascinación desde joven, fueron pasajeras periferias. El corazón de su obra reside en la narrativa y en sus fecundos ensayos literarios. Entre ambas orillas hay puentes invisibles que explican el acorde secreto que hace que sus obras de crítica literaria puedan leerse como relatos fruto de la obsesión y la voluntad de comprender a fondo la tradición literaria, en español, pero también en otros idiomas, especialmente en francés. Fueron sus singulares dotes como lector las que le permitieron ser un escritor colosal, un maestro de las técnicas compositivas, y sobre todo entre los años sesenta y ochenta, innovar sin cesar. Las obras maestras de Vargas Llosa forman una pentalogía –no articulada como tal– consumada a lo largo de dos décadas. Un tiempo escaso en términos literarios para lograr la consagración en vida.
«Sin perder su conexión americana, proyectó la influencia de nuestra lengua al resto del mundo, sin refugiarse en el cómodo localismo»
Comienza con La ciudad y los perros (1963, Premio Biblioteca Breve, el galardón que le abre las puertas del éxito y lo vincula durante unos años a Barcelona, a la que sustituirá en su madurez por Madrid) y La casa verde (1966). Prosigue con Conversación en la Catedral (1969) y con La guerra del fin del mundo (1981), una novela descomunal sobre la rebelión mística de un ejército famélico en el Brasil temprano de la República. Y se cierra, ya muchos años después, hace ahora algo más un cuarto de siglo, con La fiesta del chivo (2000), su última gran obra maestra digna de tal nombre, un retrato en diferido de Trujillo, el obsceno dictador dominicano.
Al lado de estas cinco cimas se extiende una topografía de montañas de inferior dimensión que, aunque para cualquier otro escritor hubieran supuesto la gloria, en el caso de Vargas Llosa son obras de aliento distinto. Muchas de ellas están relacionadas con su biografía, como sucede en La tía Julia y el escribidor, donde cuenta su romance con su tía, o la pareja siamesa de divertimentos que forman Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de Don Rigoberto (1997), donde exploró un erotismo culto e intensamente carnal, haciendo con las pulsaciones naturales una literatura sutil y deliciosa, o en Historia de Mayta (1984), una figuración sobre su desengaño político desde las filas de la izquierda –iluminadas por el sol estéril de Sartre– hasta su militancia liberal, que consumaría en contra de su generación con una libertad de criterio y un sentido de la independencia intelectual admirable, incluso aunque no se compartieran sus ideas.
También encontramos joyas injustamente valoradas, como El pez en el agua, una obra donde entrecruza un borrador de sus memorias con el relato de su obstinación política, que prolongó a destiempo la noble tradición de los viejos próceres de las repúblicas hispanoamericanas, que fueron sin cesura intelectuales y hombres de Estado. En lo que al ensayismo literario se refiere, la columna secreta que sostiene su narrativa, pues le permite sistematizar una reflexión sobre el arte de la escritura y la poética de la ficción, merecen destacarse dos títulos: la deslumbrante y generosa Historia de un deicidio (1971), dedicada a Gabriel García Márquez, y La orgía perpetua (1975), su ensayo sobre Madame Bovary y Flaubert.
Ambas obras son cúspides de un iceberg que abarca asuntos como Rubén Darío y el modernismo (su tesis doctoral, terminada en 1958), la rendida Carta de batalla por Tirant lo Blanc, donde reivindica las epopeyas de caballerías, La verdad de las mentiras (1990), una exploración sobre la ficción, y La utopía arcaica (1996), el mejor análisis sobre la literatura indigenista del escritor peruano José María Arguedas. Vargas Llosa, sin perder su conexión americana, proyectó la influencia de nuestra lengua al resto del mundo, sin refugiarse en el cómodo localismo. Así hizo de la ficción en español un arte universal.