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El último hispano universal

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Vivió Vargas Llosa y un mundo que sueña en español y que creó la palabra ‘liberal’ queda huérfano del último gigante de las letras y las ideas.

No ha habido probablemente en las últimas dos décadas un hispano, y decidido madrileño, más universalmente representativo que Mario, fuese de palabra, de pensamiento o de obra: en la literatura, en la política, en la economía, en el europeísmo y en el americanismo: en el espíritu ciudadano. 

Vargas Llosa era recibido y escuchado de proa a popa allí donde llegase, de París a Buenos Aires y de México a Barcelona, fuese sobre el arte de relatar e historiar el alma humana, fuese sobre las taimadas dictaduras encubiertas y las terribles consecuencias de votar alegremente mal, sobre el Brexit, sobre la cancelación iliberal,  sobre Putin y sobre Trump. 

Su curiosidad periodística y su decencia lo llevaron con frecuencia mucho más allá del folio y el relato: le interesaba todo y le preocupaban algunas cosas, mucho; muy a su pesar, pues sólo entre escritores revivía a sus anchas, fue convirtiéndose en nuestro educador orteguiano, de todos y de casi de todo, empezando por explicar a veces sus propios errores, lo que lo hacía si cabe aún más odiado por excompañeros de viaje. Era un tipo íntegro, que no debía nada a nadie y por eso era un lujo gratuito en el hemisferio cultural occidental y en nuestras calles que ya no pisará más.

Vargas Llosa nació a la literatura en Madrid, exactamente en el Bar El Jute, con su espléndida primera novela, La ciudad y los perros. Ningún escritor español, antes, en medio o después del franquismo, podrá preciarse de que el ejército le haya quemado nunca en pira pública sus libros, tal la que convocó el Colegio Militar de Lima con esta primera publicación, a la que sin embargo aquella España de 1962 concedió el Premio Biblioteca Breve, con distingo de «mejor novela en lengua española de los últimos 30 años».

«En Madrid creía ver por fin el sueño incumplido de los liberales americanos: la raza común hispana y la tierra de la libertad ciudadana»

Fue limeño, parisino, londinense, berlinés y decididamente madrileño, ciudad en la que creía ver por fin el sueño incumplido de los liberales americanos: la raza común hispana y la tierra de la libertad ciudadana. 

Este madrileño vocacional y de ejercicio global decía por el mundo que «los madrileños somos de cualquier rincón del mundo» pues sería «un espíritu» que «ignora el chauvinismo y las visiones estrechas del nacionalismo».

Madrid apenas se dio cuenta nunca que tenía como vecino a un premio Nobel universal, escuchado y leído como pocos en todas las latitudes y al que el Rey Juan Carlos dio, en un mal trago, refugio y ciudadanía; no sólo: lo hizo luego marqués, insistiendo en su ejemplo. Pero la capital lo aprovechó poco y mal; y ahora lo echará de menos por insustituible. Barcelona lo recordará siempre: allí estaba para escribir sus mejores páginas y para defender en las calles su Barcelona abierta frente a la oscuridad nacionalista.

Nos conocimos en Berlín hace 25 años, con su realmente insustituible Patricia, cuando escribía la extraordinaria El pez en el agua y disfrutaba de un programa de residencias de la nueva capital alemana para atraer intelectuales y artistas globales, que debería ser ejemplo para otras. 

«Sostenía que ‘hay más verdad histórica en la literatura que en la Historia’»

Su generosidad, humor y bonhomía me acompañaron desde entonces. No es que Mario hablara de todo sino que disfrutaba conversando de casi todo. Y cuando se detenía en una palabra, en una idea, en un compás de ese valsecito criollo «que nos une a todos sentimentalmente» te hacía sentir que estaba contigo y le interesabas. Luego reía socarronamente. 

No teníamos una amistad exactamente literaria como muchos otros, sino más de ideas. Él quería saber más y sabía mucho de los fallidos sistemas socialistas del Este, viviendo junto al muro que dividió el mundo: su cultura socialista y tercermundista era formidable -no olvidar que Vargas Llosa quería ser historiador y su literatura lo constata- pero le interesaba la vida, la experiencia. De hecho, sostenía que «hay más verdad histórica en la literatura que en la Historia». Cuando lo confronté con la disonancia me respondió que cuando una novela «es capaz de convencerte, entonces empieza a funcionar algo dentro, que poco a poco convierte la creación en verdad. Y entonces te crea curiosidad y al tiempo intranquilidad, sobre ti y sobre el mundo en que vives. Sin embargo, un libro demasiado fiel a la historia no nos la creemos».

Con la impenitente izquierda occidental no tenía ya por entonces contemplaciones: «Desde la cómoda libertad y abundancia que les regala el liberalismo, se permiten el lujo de poder vivir ajenos a la realidad, proyectando sus sueños sobre lugares lejanos, utópicos por tanto; una gente tan injusta con otros pueblos que yo llamaría incluso racista».

Sobre su pasión casi única por la libertad recordaba que él sí había padecido «dictaduras, censura y represión; y corrupción, atropellos y crímenes». De su feliz exilio en España recordaba que «es que yo he vivido más tiempo bajo dictaduras que en democracia y me ha marcado terriblemente. Por eso creo que tengo un espanto primario y recurrente en mi obra a la arbitrariedad y el poder», decía lamentando la falta de sensibilidad intelectual hoy con las dictaduras. «Se ve que a otros no les ha marcado tanto, en Europa parece como si hubieran olvidado que la dictadura es un sistema que no sólo existe sino que es predominante».

Conversaciones siempre ricas aunque, naturalmente, nunca a la altura de la extraordinaria camaradería y expansión que sentía en una mesa de escritores en una taberna, donde los recuerdos y evocaciones literarias no terminaban nunca. Por mi parte, si faltase algún ejemplo de gratuita esplendidez, me viene ahora el último gesto inopinado de Mario, con motivo de su histórico ingreso en la Academia de Francia, de presentarme a la insigne presidenta Hélène Carrère d’Encausse como «el único español que habla de verdad francés». ¿Qué haces en ese momento, ahí, entre esos dos colosos, bajo la coupole más selecta después de la Vaticana? Héléne -que nos explicó el peligro nacionalista que venía- se fue al año siguiente; Mario -que nos desentrañó las vicisitudes del hombre para ser libre, incluso del narrador- al otro, éste que corre ya mucho más empobrecido; y en el caso hispano, huérfano de su prócer más global.


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